Que dejen de mirarme los hombres
Desde la cascaruja.
Crecí animada por la mirada de
los hombres. De verdad.
Primero, no.
Primero salí despedida de la
vagina de mi mamá con tal fuerza que me sirvió para llegar a los once años que
me di cuenta de que, de pronto una mañana, las miradas de los hombres estaban
ahí.
¿Y antes?
No lo sé. No me había fijado.
Sus voces. Sus gestos. Sus
risas. Pero sus ojos, no.
Y lo sorprendente es que eran
muy explícitos. Le hablaban a alguien de mí que los entendía. A ver, no era un
intercambio de frases claras, no había ruegos, preguntas, respuestas. Pero
había mensajes. Ya lo creo.
Estaba confusa porque por un
lado no entendía nada y por otro iba haciendo. Y me decía a mi misma: ¿No será que te estás
traicionando? Porque actuar así es como traicionarse. Actúas a tus propias
espaldas. ¿O no? Pues sí y no. No, porque lo estás viendo. De hecho no paras de
hablar y de pensar en ello. Pero por otro lado no das órdenes.
Todo muy liado. Pero el tiempo
no. El tiempo nunca tiene dudas. Siempre adelante. Empiezas a extrañarte a los
once años, una mañana. Y te encuentras a los dieciocho claudicando y entrando
al lío.
La voz de antaño se oye remota,
casi indiferente a lo que dice. Hablar por hablar y la espía se pasea por ti
como si fuese su casa. Y lo peor: Le has cogido el tranquillo a la cosa y ya no
te inmutas. Es más te aceptas y llegas a aceptar que eres mármol, que eres
barro, que eres madera…siempre un material maleable que se esculpe a fuerza de
miradas.
Es así la vida.
Y no es que la voz casi ni se
oiga, es que no hay respuesta, no hay contradicción y se va depositando la
sospecha en la repisa de las certezas hasta ser el adobe que certifica tu vida.
Veinticinco años. Es una brisa,
es un vendaval. Hace frío, hace calor. Gritos y susurros. Es, definitivamente
una sinfonía.
Te gustaría volver a oír la voz.
Para explicárselo. Se fue tan asustada. Resignada. Era una niña. Se entiende.
Con lo claro que ahora está todo.
Hay un bosque de pinos. ¿Se
tiene que sentir un pino raro en este bosque? Una bandada de cigüeñas. ¿Tiene
la cigüeña que sentirse extraña volando en el grupo?
Al contrario. Hay un espacio
para él. Una posición para ella.
Además todos los mensajes suenan
a familiares. Levantas una axila y la espátula dibuja un escorzo que te agrada.
Levantas una pierna y una suave brocha contornea tu muslo hasta la nalga. Y el
dulce pincel te cosquillea.
Es alimento. Es así. Es lo que
empuja. Te lleva en volandas, cogida del brazo.
Cómo las miradas te cogen del
brazo y te llevan por la vida. No por la vida paseando, si no por la vida
pasando.
Las miradas te han ido haciendo.
Cuarenta años.
No cesan.
Te agobian.
Siempre ahí. Ahora no es lo que quieren, es lo que no
quieren.
Pero siguen empujando.
Es alarmante. No hay nadie
pilotando esos ojos. Parecía que sí. Toda la vida hablando con cascarujas. No
son dueños de sus ojos. Por lo tanto no pueden parar.
Ya no hay brisa casi nunca, ni
vendavales. Es ese viento que no sabemos de dónde viene ni a dónde va, que pasa
para llevarse tiempo.
La niña sería un consuelo.
Alguien a quien abrazar. Y decirle.
Sabes, parecía que lo entendía,
pero no. Ahora me duele. Y nadie puede hacer nada.
Ni ellos.
Si dejaran de mirarme, ¿Todo se
pararía?
¿Quedarme así eternamente, sin
miradas, o seguir hasta el final, empujada, esculpida, conformada?
No lo sé, pero me gustaría
disponer de un poco de tiempo para pensarlo.
Quizás, escondida, lejos de las
miradas.
Demasiado tarde. Un día las
miradas saltaron de las cascarujas a tu corazón y ya no se irán.
Dejaran de mirarte los hombres
pero el recuerdo de sus miradas te empujará hasta el final.
El pino que se derrumba.
La cigüeña que no volvió esta
primavera.
La vida.