lunes, 14 de marzo de 2016

Escritura Automá[crí]tica XX



Que dejen de mirarme los hombres

Desde la cascaruja.

Crecí animada por la mirada de los hombres. De verdad.
Primero, no.
Primero salí despedida de la vagina de mi mamá con tal fuerza que me sirvió para llegar a los once años que me di cuenta de que, de pronto una mañana, las miradas de los hombres estaban ahí.
¿Y antes?
No lo sé. No me había fijado.
Sus voces. Sus gestos. Sus risas. Pero sus ojos, no.
Y lo sorprendente es que eran muy explícitos. Le hablaban a alguien de mí que los entendía. A ver, no era un intercambio de frases claras, no había ruegos, preguntas, respuestas. Pero había mensajes. Ya lo creo.
Estaba confusa porque por un lado no entendía nada y por otro iba haciendo. Y me decía  a mi misma: ¿No será que te estás traicionando? Porque actuar así es como traicionarse. Actúas a tus propias espaldas. ¿O no? Pues sí y no. No, porque lo estás viendo. De hecho no paras de hablar y de pensar en ello. Pero por otro lado no das órdenes.
Todo muy liado. Pero el tiempo no. El tiempo nunca tiene dudas. Siempre adelante. Empiezas a extrañarte a los once años, una mañana. Y te encuentras a los dieciocho claudicando y entrando al lío.
La voz de antaño se oye remota, casi indiferente a lo que dice. Hablar por hablar y la espía se pasea por ti como si fuese su casa. Y lo peor: Le has cogido el tranquillo a la cosa y ya no te inmutas. Es más te aceptas y llegas a aceptar que eres mármol, que eres barro, que eres madera…siempre un material maleable que se esculpe a fuerza de miradas.
Es así la vida.
Y no es que la voz casi ni se oiga, es que no hay respuesta, no hay contradicción y se va depositando la sospecha en la repisa de las certezas hasta ser el adobe que certifica tu vida.
Veinticinco años. Es una brisa, es un vendaval. Hace frío, hace calor. Gritos y susurros. Es, definitivamente una sinfonía.
Te gustaría volver a oír la voz. Para explicárselo. Se fue tan asustada. Resignada. Era una niña. Se entiende. Con lo claro que ahora está todo.
Hay un bosque de pinos. ¿Se tiene que sentir un pino raro en este bosque? Una bandada de cigüeñas. ¿Tiene la cigüeña que sentirse extraña volando en el grupo?
Al contrario. Hay un espacio para él. Una posición para ella.
Además todos los mensajes suenan a familiares. Levantas una axila y la espátula dibuja un escorzo que te agrada. Levantas una pierna y una suave brocha contornea tu muslo hasta la nalga. Y el dulce pincel te cosquillea.
Es alimento. Es así. Es lo que empuja. Te lleva en volandas, cogida del brazo.
Cómo las miradas te cogen del brazo y te llevan por la vida. No por la vida paseando, si no por la vida pasando.
Las miradas te han ido haciendo.
Cuarenta años.
No cesan.
Te agobian.
Siempre ahí.  Ahora no es lo que quieren, es lo que no quieren.
Pero siguen empujando.
Es alarmante. No hay nadie pilotando esos ojos. Parecía que sí. Toda la vida hablando con cascarujas. No son dueños de sus ojos. Por lo tanto no pueden parar.
Ya no hay brisa casi nunca, ni vendavales. Es ese viento que no sabemos de dónde viene ni a dónde va, que pasa para llevarse tiempo.
La niña sería un consuelo. Alguien a quien abrazar. Y decirle.
Sabes, parecía que lo entendía, pero no. Ahora me duele. Y nadie puede hacer nada.
Ni ellos.
Si dejaran de mirarme, ¿Todo se pararía?
¿Quedarme así eternamente, sin miradas, o seguir hasta el final, empujada, esculpida, conformada?
No lo sé, pero me gustaría disponer de un poco de tiempo para pensarlo.
Quizás, escondida, lejos de las miradas.
Demasiado tarde. Un día las miradas saltaron de las cascarujas a tu corazón y ya no se irán.
Dejaran de mirarte los hombres pero el recuerdo de sus miradas te empujará hasta el final.
El pino que se derrumba.
La cigüeña que no volvió esta primavera.
La vida.